Rabia y desesperanza. Los sentimientos se entretejen en un
vórtice emocional imposible de calibrar. Una vaga sensación de irrealidad
inunda la atmósfera viciada de un país entregado al despropósito, al cinismo
más recalcitrante. Qué esperar cuando todo parece perdido, cuando al fin te
percatas de que la conjura de los necios que hoy padecemos no es fruto de las
barbaridades de un determinado signo político, sino que pertenece a la
historia, a la historia de una humanidad sometida a los designios de la minoría,
a la dictadura de la ignorancia.
Más allá de romanticismos de clase, pocas cosas han cambiado
con el devenir de los siglos. Al menos en las esferas del poder. La falacia
esencial de las clases medias no ha sido otra cosa que las migajas ofrecidas al
pueblo para sustentar un sistema económico basado en el consumo. Este sustituye
a los trabajos forzados de los esclavos o a la asfixia productiva de las masas
de campesinos, sin embargo, la base de la pirámide continúa sosteniendo los
privilegios de la cúspide.
La Revolución Francesa desterró la percepción de la
estructura estamental de la sociedad, cuando en realidad únicamente se había
producido un transvase de dirigentes, de nobles endogámicos y arruinados a
rutilantes burgueses versados en la oratoria. La Corona devino en un vestigio
cosmético (salvo algunas excepciones) que imprimía majestuosidad al cuadro.
Hasta que Marx rescató el discurso de la lucha de clases y los oprimidos
advirtieron el engaño mayúsculo al que había sido sometidos. Entonces el mundo
se resquebrajó en dos polos opuestos regentados por tiranos de diversa índole y
estilo cuyo final indefectible acontecería con la caída del muro de Berlín y la
defenestración de la URSS.
Una vez más, la sociedad negó la categorización de sus
estratos al calor del sistema imperante, el capitalismo. Incluso surgió la idea
de las masas (y su rebelión), cuya uniformidad y carácter alienante facilitaba
las tareas del mercado y de la propaganda. Sin embargo, el concepto fue mal
entendido. Este no significaba que toda la sociedad en su conjunto tuviese
igualdad de oportunidades para triunfar y prosperar, aunque la maquinaría
cultural del poder se encargase de inculcar esa vana esperanza en los ánimos de
los voluntariosos ciudadanos. Lo cierto es que la masa contemporánea no era más
que una refinada imitación del pueblo llano de épocas pretéritas, eso sí,
atribulada con un sinfín de derechos ineficaces.
A la masa o a la ciudadanía, como se prefiera denominar, se
la podía inducir al consumo compulsivo o a defender los valores de una patria
ficticia en guerras sangrientas e injustas
de forma invariable y sin demasiada dificultad. Tal era la sutilidad del
engaño que hasta un concepto tan artificial como el de la felicidad se instaló
en el imaginario colectivo a modo de guía hacia una serie de ‘conquistas’
personales íntimamente relacionadas con la capacidad de compra; el coche, la
casa, el televisor, la autorrealización… Todo ello vertebrado por un
individualismo rampante y competitivo que concibe la solidaridad como una
debilidad (o un mero hecho de caridad).
Sin embargo, por encima de ese supuesto nivel de vida, de
esa falsa soberanía popular, de esa surrealista igualdad de oportunidades, se
ha hallado siempre el Poder, la minoría regente. Si observamos el caso español, no nos
resultaría complejo trazar un denso árbol genealógico de familias influyentes
que se han perpetuado en los ámbitos de la clase dirigente, ya sea al calor de
una dictadura voraz o de los nuevos vientos democráticos. Aunque es cierto, de
igual modo, que se han producido adquisiciones entre los rosales ideológicos
del país, las cuales no han tardado en ser absorbidas invariablemente, la
realidad nos arroja a una coyuntura que no difiere en demasía de la mantenida a
lo largo de siglos de opresión y tiranía.
Cuando la época de crisis arrecia, el peso de la
irresponsabilidad política y económica de las esferas de poder continúan
cayendo sobre la masa, sobre el pueblo llano, el tercer estado, al igual lo
hacía en la Edad Media cuando el Príncipe despilfarraba todo su oro en misiones
bélicas suicidas o extravagancias inútiles. La historia continúa siendo
unidireccional. Y el desprecio de los líderes hacia la plebe una constante
natural.
Así pues, cómo mantener la esperanza en el cambio, en
revertir una dinámica que ha permanecido inalterada en el transcurso de la
humanidad, a pesar de la sangre derramada, de las voluntades truncadas, de los
espíritus inflamados por la sed de justicia. Una vez más, deberemos soportar la
miseria y la sordidez a las que nos han conducido nuestros ‘príncipes
democráticos’ y el séquito de especuladores anónimos. Una vez más, seremos un
pueblo sin libertades, reprimido por las fuerzas del orden establecido, sin
futuro ni horizonte, entregados a los vaivenes de los mercados y de la gran
farsa histriónica de aquellos que, siglos después, continúan imponiendo su
fatídica hegemonía. Rabia y desesperanza.
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