lunes, 28 de febrero de 2011

Gadafi nos echa el freno


 Los efectos de ese incierto e inextricable fenómeno que es la globalización nos arroja en algunas ocasiones hechos rayanos en lo grotesco. Las relaciones establecidas entre los centros de poder internacionales y las innumerables estructuras económicas que los vertebran, determinan aspectos que a priori deberían ser regidos por los pertinentes gobiernos nacionales y que, sin embargo, se escapan de su radio de influencia. Sólo así puede llegar a entenderse que una ola de revoluciones en los países árabes del norte de África haya propiciado la disposición del gobierno español a restringir la velocidad máxima en autovías y autopistas a 110 km/h bajo la premisa del ahorro energético.
Tras la exitosa y fulminante defenestración de los dictadores (atributo expresado ahora de forma generalizada, una vez depuestos) de Túnez y Egipto, le ha llegado el turno al estrambótico presidente de Libia, Muammar el Gadafi, quien ha perpetuado su prevalencia en el poder a lo largo de cuatro décadas y cuyos evidentes trastornos de la personalidad ha sumido a su pueblo en una ira latente desatada de forma espontánea en las últimas semanas. No obstante, la intransigencia del dictador es mayúscula en cuanto no ha eludido utilizar las fuerzas mercenarias bajo su poder para reprimir las manifestaciones de sus ciudadanos y asirse de este modo al trono con incongruente temeridad.
El desasosiego de la comunidad internacional es justificado. Si por un lado la mala conciencia de las potencias democráticas por haber sostenido durante décadas a un personaje burlesco, irrisorio y profundamente peligroso para su país a cambio de beneficios económicos y de una supuesta contención de los movimientos islámicos radicales del Magreb, ha desencadenado toda una serie de reprimendas vacuas sin aplicación práctica directa; por otro la necesidad de intervención se hace cada día más imperiosa, no por la violación sistemática de los derechos humanos que está teniendo lugar en las ciudades controladas por los mercenarios de Gadafi, sino por el más que posible inicio de una guerra civil que ponga en jaque los intereses geoestratégicos puestos en Libia por estos países. 
Uno de esos intereses constatables es el suministro de carburante y gas a diferentes países europeos. España no es una excepción y el temor al desabastecimiento de crudo ha originado la toma de una peculiar reglamentación por parte del ejecutivo socialista que consiste en rebajar la velocidad máxima en autovías y autopista a 110 hm/h con el objeto de ahorrar energía. El precio del barril de petróleo continúa en franco ascenso y la situación comienza a asemejarse peligrosamente con la crisis de 1973. De hecho, Rodríguez Zapatero se encuentra actualmente de gira por algunos países árabes exportadores de petróleo, incluyendo el emirato de Catar con el que ha firmado un acuerdo por el que la monarquía absoluta de Jalifa Al Thani invertirá en torno a 3000 millones de euros en España.
Todo ello arroja nociones pertinentes de un breve análisis que podríamos resumir con la máxima de que todo está interconectado. Si una serie de revueltas en algunos países del continente africano puede condicionar una práctica  como la normativa de conducción de los ciudadanos españoles (a partir del próximo 7 de marzo) cabría reflexionar en torno al modelo de desarrollo social y económico de un capitalismo tan voraz como ineficaz. Si a la revolución iniciada ahora en Libia se une un hipotético movimiento de protesta en Irán, principal canal de suministro de España y otros países europeos, nos enfrentaríamos a la paralización absoluta de la actividad productiva de buena parte de Occidente, ilustrando la fragilidad de un sistema condenado al colapso.
La civilización occidental se enfrenta, pues, a una dicotomía de la que depende su propia existencia; continuar sustentando dictaduras y regímenes autoritarios como base de un modelo de desarrollo parasitario e inmoral, o apostar, por el contrario, por un crecimiento real y responsable acorde con las riquezas naturales de cada país que erradique la incertidumbre ante una crisis que se nos antoja endémica.

martes, 22 de febrero de 2011

Lo que vino tras aquel 23 de Febrero...

Aquel 23 de Febrero de 1981 la sociedad española sintió cómo los atávicos fantasmas de los tiempos oscuros, aún latentes en el imaginario popular, renacían desde la imposición del silencio que había representado el periodo de transición a la democracia. Los disparos al aire de ese anacrónico personaje de bigote negro y tricornio penetraron como aciagas reminiscencias en el espíritu de todos los españoles, temerosos de que el pasado, en todos los sentidos, volviese a apoderarse de un futuro hipotecado por décadas de inmovilismo y represión.
Ahora se cumplen 30 años desde aquel trascendental día para la historia de este país, en medio de un festivo mercado de recapitulaciones, adaptaciones cinematográficas, sesudas reflexiones  y análisis de diversa índole inherentes a toda efeméride que se precie para ensalzar una idea ampliamente compartida; España apostó por la democracía de forma irrevocable, con un espíritu cívico larvado durante años de sometimiento y sustentado por la valentía de los que nunca claudicaron en su lucha por la libertad, aquellos que fueron olvidados injustamente por las crónicas aduladoras de nuestro tiempo en favor del hipotético papel omnisciente de personajes de mayor lustre e influencia.
Fueron muchos los que murieron en la clandestinidad, héroes anónimos con ideales irredentos que sirvieron de avanzadilla para miles de demócratas postreros que enarbolaron su bandera cuando antes habían permanecido en el más absoluto silencio. El 23-F significó el triunfo de la democracia, pero también supuso la erradicación de una forma de hacer política basada en la defensa de una doctrina, el mantenimiento de un discurso coherente, la confrontación de ideas, el debate, en fin, que da carta de naturaleza a todo régimen parlamentario. Los partidos políticos pasaron a constituirse como plataformas de promoción de sus líderes todopoderosos. Ya no había programas, ni discusiones internas, tan solo un indisimulado culto a la figura, a los nombres. Es el caso paradigmático de Felipe González, quien vino a auxiliar a España, pero desde el personalismo más férreo apoyado por una organización centenaria de la que ya sólo quedaba su nombre, el Partido Socialista Obrero Español.
Estas dinámicas de estandarización política, lejos de mitigarse  con el paso de los años, han tendido a arreciar en intensidad a medida que los diferentes gobiernos se han sucedido en el poder. Hoy la percepción general sobre la política es la de estar asistiendo a un vacuo espectáculo de marionetas, figuras de escaso relieve que aglutinan en sí mismas la plétora de valores que el sistema se empecina en inculcar a la ciudadanía; la apatía, el desapego de las cuestiones públicas, la indiferencia intelectual, el consumismo y el individualismo, entre otros.
La dicotomía que se presenta a la población ante la cercanía de unas nuevas elecciones es fácil de dilucidar cuando la decisión del votante se limita a optar entre los dos rostros de una misma moneda,  ambos incapaces de afrontar los problemas que acucian a sus votantes pero con el un mismo punto en común; su perseverancia por alcanzar la cúspide para vivir de ella.
Ante estas circunstancias, hemos de reflexionar en torno a la pervivencia de ese espíritu que inspiró la respuesta unánime del pueblo español en favor de la democracia cuando aquellos grotescos personajes pretendieron dinamitar nuestro futuro como país en aquel lejano 23 de Febrero de 1981. Mañana se cumplen 30 años y la libertad que supuso el sueño de toda una generación de españoles se ha desquiciado hasta conformar una masa de ciudadanos inertes a expensas de los intereses del poder. Esta, al fin, es la democracia que defendimos con represión y muerte durante décadas. Aquí termina la utopía, o quizás empieza; todo depende de nosotros.

lunes, 14 de febrero de 2011

Cuando Internet es la salvación

A pesar de las sentencias agoreras de muchos escépticos, Internet es hoy día el tejido de experiencias de nuestra sociedad y la vía a través de la que canalizar buena parte del sentir humano, incluido el afán de protesta. La actualidad informativa ya no pasa por los dictados, generalmente interesados, de los medios de comunicación institucionalizados, sino que eclosiona con una incidencia global e inmediata en la red de nodos interrelacionados que compone Internet.
Sin esta herramienta transversal y de oportunidades aún por desvelar, un fenómeno político internacional como el desatado por la filtración de documentos secretos de la embajada estadounidense por parte de Wikileaks, hubiese permanecido en el terreno de lo anecdótico o en círculos minoritarios del saber social. Nos enfrentamos a un nuevo modo de ejercer el poder y de oponerse a este, tal y como han demostrado las revoluciones democráticas escenificadas en Túnez y Egipto. Ese elemento vertebrador de la discrepancia y la resistencia militante ha sido provisto por un aglutinador de voluntades que halla su razón de ser en un nuevo mundo, el virtual. Miles de personas comparten las razones de su disgusto, hasta ahora subyacentes, en una suerte de nueva ágora clásica en la que debatir, suscitar el diálogo, arrojar luz a asuntos intencionadamente obscuros; conjurarse, de alguna forma, en un movimiento de clamor unánime que arrumbe con las cadenas que oprimen a los que no tenían voz. 
Internet dota al ciudadano de esa voz que, vinculada con el resto, elevan la protesta a los niveles de revolución. Los hechos acaecidos en Egipto no pueden entenderse sin la frenética actividad llevada a cabo en redes sociales como Facebook, al erigirse esta como un canal de comunicación público y libre de injerencias gubernamentales a través del que insuflar el ánimo requerido para llevar las críticas a sus últimas consecuencias. De hecho, las primeras medidas adoptadas por un régimen político temeroso de su propio pueblo fueron encaminadas a cerrar el acceso a Internet a la población y así intentar poner coto a un movimiento que, lejos de disolverse, arreciaría con mayor ímpetu. 
Con demostraciones como esta, no nos resulta extraño el empecinamiento de buena parte de los gobiernos democráticos por legislar con carácter represivo la libertad en la red. Libertad para comunicarse y compartir información, contenidos y Cultura en una expresión de sentimiento comunitario como nunca antes lo habíamos vivido. El domingo a las puertas del Teatro Real en Madrid, cientos de usuarios-ciudadanos se manifestaron por esa libertad que les niega un ministerio con el absurdo sobrenombre de cultura, el cual, cegado por las presiones foráneas, es incapaz de vislumbrar en Internet el verdadero presente en el que estamos insertos. Tal y como aseveraba el hasta hoy Presidente de la Academia de Cine, Alex de la Iglesia, en un discurso rotundo y a su vez conciliador en la gala de los Goya, “Internet es la salvación” de una industria condenada a su propia mutilación si persiste en su campaña de hostigamiento contra el público por el que su existencia cobra sentido. 
Los usuarios, al fin, no dejan de ser ciudadanos que merecen un respeto y voz en un debate necesario para el mundo del cine. Los poderosos deben asumir que las reglas del juego han mutado con una rapidez imprevista. Ya no valen las habituales tácticas de represión o la manipulación consciente de las masas. La sociedad se ha unido al calor del mundo virtual y nada parece amenazar su determinación. Quizás debamos suscribir las palabras de De la Iglesia, quizás Internet sea nuestra salvación.

jueves, 3 de febrero de 2011

Mubarak y las tácticas del miedo

 Cuando los pueblos toman conciencia de las injusticias a las que se ven abocados y blanden amenazantes su descontento en manifestaciones públicas, los gobiernos, el poder, únicamente cuenta con dos vías para eludir la crisis;  capitular ante la presión de la ciudadanía y, de este modo, ser coherentes con la función de representatividad que los legitiman; o bien asirse con férrea ignorancia al trono e intentar disuadir a la plebe con las tradicionales tácticas de represión y terror. El régimen de Hosni Mubarak parece haber optado incongruentemente por la segunda opción, desoyendo así el clamor de su pueblo y las recomendaciones de la comunidad internacional para una transición política pacífica. Y es que los dictadores siempre se inclinan por la sangre y la inútil épica de su misión mesiánica en el mundo.
Egipto se enfrenta, de este modo, a un pulso de inciertas consecuencias por su emancipación de un poder autoritario y anquilosado en la cúspide desde hace décadas, convenientemente sustentado, por otro lado, por las naciones democráticas occidentales, con Estados Unidos a la cabeza. Sólo así se entiende que el líder progresista Barack Obama advierta sosegadamente a su homólogo de la pertinencia del cambio, al tiempo que vela por la estabilidad de un aliado privilegiado en su política exterior al que dota de más de 2000 millones de dólares anuales a cambio de un poco disimulado servilismo en diferentes ámbitos. Obama, al igual que el resto de líderes internacionales que han respondido con enervante tibieza a la demostración de tozuda intransigencia de Mubarak, no proclaman la necesidad de un cambio real sino de una transición controlada con modificaciones cosméticas en su apariencia democrática que perpetúe el papel de vasallo de Egipto en la zona. De poco importa que regente el reino Mubarak u Omar Suleimán (el favorito de Israel y Estados Unidos), lo verdaderamente significativo es que la revolución no se instale en el país y sus principios se difundan por el resto de dictaduras árabes.
Mientras tanto, Mubarak aguanta gracias al ejercicio de la "táctica del miedo", tal y como la denomina el opositor y Nobel de la Paz Mohamed El Baradei. Esta consiste el uso sistemático de la violencia para amedrentar al pueblo a través de los aparatos represivo de cualquier Estado; la Policía. Una vez percatados de la pasividad del ejército, que mantiene su elogiable disposición a no agredir a sus ciudadanos, el gobierno ha decidido infiltrar en las calle a todos los agentes secretos en plantilla y demás parásitos del sistema bajo la apariencia de un sector de la sociedad proclive a Mubarak, y así evitar la presión internacional. No obstante, la prensa radicada en el campo de batalla que es hoy día El Cairo está denunciando reiteradamente que este supuesto movimiento de oposición al cambio está compuesto íntegramente por policías, entre cuyas acciones primordiales está la de agredir a los propios periodistas y sembrar el caos en la ciudad, cumpliendo así las consustanciales funciones de todo cuerpo de fuerzas del orden; defender al poder y reprimir a la población.
Las derivas de esta admirable revuelta egipcia, que sigue la estela emprendida por los tunecinos y que ha animado a otros países árabes como Yemén o Argelia, son difíciles de presagiar. Sin embargo, el mero hecho de desarrollar ese necesario germen de disensión en el seno de la ciudadanía contra un régimen injusto hace que brote cierta esperanza en aquellos que ansían un cambio. Desde aquí, desde este solaz de banalidad e inconsciencia que es hoy día Europa, sólo podemos sentir una envidia sana de los egipcios así como unos deseos irrefrenables de que el virus se contagie hasta llegar a las sociedades occidentales, pasivas ante el expolio que están sufriendo por parte del sistema capitalista y sus serviles súbditos; los políticos.