jueves, 19 de mayo de 2011

Entrevista a José Luís Sampedro; Movimiento 15-M

Antisistema


La organización social capitalista posee en sí misma una curiosa dinámica excluyente con todos aquellos ‘elementos’ que no comulguen con algunas de sus reconocidas bondades. Al fin y al cabo, ¿quién no desea consumir hasta que la mente sea una extensión neuronal del mundo publicitario que nos rodea?, ¿a quién no le gustaría experimentar esa incertidumbre ante la precariedad laboral de un mercado sujeto a crisis cíclicas?, ¿quién no disfruta sintiéndose engañado por especuladores, banqueros, políticos, empresarios y sindicalistas de nuevo cuño que te roban el futuro y hasta la esperanza? Sin duda, los antisistema.
            A pesar de lo abstracto del concepto, pues para conocer su contrario en primer lugar sería pertinente descifrar los límites del propio sistema, es paradójico hacer notar la caricaturización a la que se ha sometido a esta figura-modelo en el imaginario colectivo de la sociedad occidental. Pocos ciudadanos hallarían dificultades en esbozar al ‘antisistema’ como un ente cercano al ‘hippie’ pero con ciertas inclinaciones violentas y una perspectiva errónea y simplificada de la vida. Un simple agitador sin mayores metas en sus actos que el puro goce por provocar y atentar contra la armonía de la comunidad.
            Ante esta profusión desmedida de estereotipos cincelados durante décadas por el brazo ejecutivo del Sistema, es decir, la prensa; no nos resulta extraño corroborar la imputación automática de estos elementos discordes ante cualquier tipo de protesta más o menos legitimada democráticamente pero con un trasfondo ideológico inadmisible para el consenso estipulado por la sociedad (o por sus corifeos más aventajados).
            Las manifestaciones celebradas en la mayor parte de las capitales de provincias españolas (salvo excepciones como la de Toledo, donde fue prohibida por una clase política temerosa y autoritaria) el pasado domingo contra una casta de políticos serviles ante las demandas de banqueros y hombres de negocios corruptos (el evento ha coincidido con el escándalo sexual del presidente del FMI y virtual candidato a la presidencia francesa), han dotado de una nueva oportunidad al poder de inculpar cínicamente a los antisistema de sembrar la discrepancia en un país donde, al parecer, la transición, además de cerrar viejas heridas, liquidó la capacidad de disentir de sus ciudadanos.
            El miedo ya recorre los pasillos de las grandes corporaciones trasnacionales, de parlamentos y sedes de partidos políticos, de ese oscuro corredor donde se cobija el dios todopoderoso del sistema, quien rige con autocrática soberbia los designios de sus vasallos. Miles de españoles sin banderas políticas gritaron al unísono que estaban hastiados de mentiras, de medidas que raptan sus derechos conquistados en siglos pretéritos, que ya no confían ni en políticos ni en sindicatos, que “ya no hay pan para tanto chorizo”.
            Desde la sociedad civil se reclama un cambio, un giro radical e inmediato hacia una democracia real donde todos tengan la potestad de participar más allá de un voto dirigido cada cuatro años. Se ha tomado consciencia de la realidad en la que estamos insertos y ya sólo es necesario extender sus postulados al resto del cuerpo social, aún anquilosado en el conformismo larvado durante décadas de consumismo y mediocridad.
 Cuando existan más detractores del Sistema que paladines del mismo, la coartada de acusar de violentos a aquellos que no acepten los designios de esa obscura estructura piramidal de poder se verá deslegitimada por la evidencia. Entonces, serán ellos; los especuladores, los banqueros, los políticos sin escrúpulos, los explotadores, los sindicalistas, los periodistas serviles; los auténticos antisistema, esos elementos extraños en una organización verdaderamente democrática, libre e independiente.

lunes, 2 de mayo de 2011

La fiesta del parado

La fiesta internacional del trabajo va cobrando, con los años, visos de cierto elitismo en nuestro país. Las banderas rojas (ese color con tantas connotaciones ya desvaídas) que ondean al viento en las principales ciudades son sólo reminiscencias de lo que un día fue un verdadero movimiento sindical que defendía el presente y futuro de sus trabajadores. Ahora, la rutina, tanto en las formas como en el fondo, en la celebración de la efeméride se nos antoja como una vana hipocresía orquestada por unos líderes serviles que capitulan ante un gobierno afín y traicionan a su ciudadanía.
El día del trabajo es hoy más que nunca la jornada de la paradoja. La paradoja de unas cifras de desempleo que circundan los cinco millones de personas sin trabajo, una tasa insólita en nuestro país, y que sin embargo sólo suscita la indiferencia entre la población, demasiada ocupada por los numerosos y variopintos señuelos que jalonan los medios de comunicación.
En una semana hemos presenciado la prolongación de ese estado cataléptico alimentado por el mundo del fútbol y sus clásicos, que además ha servido para avivar odios enconados entre españoles en base a un nacionalismo rancio e irracional; la boda real del sucesor de una monarquía anquilosada en siglos pretéritos que sorprendentemente continúa sembrando la admiración de la plebe de todo el mundo; y la beatificación del que fuese sumo pontífice Juan Pablo II, en un acto de tintes grotescos por el empeño de elevar a la categoría de santo a un hombre que facilitó los abusos a menores del pederasta fundador de Los Legionarios de Cristo Marcial Maciel, amigo personal y principal baluarte de los grupos religiosos extremistas surgidos en torno a la figura de Juan Pablo II.
Todos ellos fenómenos que estimulan el fervor de las masas sin un mínimo componente de racionalidad y que tienden a encubrir las carencias reales que padece la sociedad. De hecho, la progresiva escalada de las cifras de paro ha pasado desapercibida entre tan imperante actualidad para el regocijo de los que se sienten responsables de tamaña debacle y que, sin embargo, persiguen con ahínco mantener el trono desde el que seguir manipulando y corrompiendo.
Al menos, la juventud se está percatando de que la situación les incumbe directamente y la convocatoria de diferentes movilizaciones, como la del próximo 15 de Mayo en todas las capitales de provincia del país coordinada por DemocraciaRealYa!, abren la esperanza de una reacción tardía aunque necesaria en la actual coyuntura. El 90% de lo que pierden empleo son menores de 35 años y el acceso a un puesto de trabajo se antoja cada vez más complicado y sujeto a condiciones precarias. La rebelión de los becarios del diario El Correo de Andalucía, los cuales se niegan a trabajar mientras sus compañeros contratados permanezcan en huelga, es una medida admirable que debe constituirse como un ejemplo a seguir.
Con tal panorama, es indudable que la celebración de este Primero de Mayo al que ya a nadie importa es superflua e hipócrita. Con un 21% de la población sin empleo, sería más práctico festejar el día del parado, por aquellos que ya padecen su cruda realidad y por aquellos otros que pasarán a engrosar las colas de la oficina estatal si nadie remedia esta catástrofe.

lunes, 18 de abril de 2011

España, potencia exportadora de muerte


La denominada ‘esfera pública de conocimiento’, inherente a toda sociedad democrática y compuesta por unos medios de comunicación libres e independientes, se erige (o pretende hacerlo) como un foro de discusión a partir del cual  abordar los problemas asociados al desempeño del poder en todas sus vertientes por parte del gobierno pertinente. Los problemas surgen cuando esta área de intercambio colectivo es parcialmente restringida en ciertos aspectos y de acuerdo a unos intereses ocultos. La ciudadanía queda, pues, desprovista de una información vital para conocer la realidad de la que forma parte, la naturaleza de la sociedad en la que queda inserta, la idoneidad de un sistema que cree justo y desinteresado.
Resulta paradójico, incluso desolador, constatar que tu país, donde los conceptos de democracia, desarrollo o respeto de los derechos humanos son blandidos cotidianamente como emblemas autoinmunes a su propia falsedad, se sitúa a la cabeza de las naciones exportadoras de armas a escala internacional, con socios receptores de la entidad de Irán, Marruecos, Argelia, Arabia Saudí o Libia. Precisamente este último, regentado desde hace décadas por un inefable tirano genocida, ha sido uno de los socios más fructíferos de la industria armamentística española, un crédito que ahora emplea el régimen dictatorial para sembrar el pánico entre los ciudadanos de Misrata con bombas de racimo de fabricación patria vendidas supuestamente antes de la adhesión a la convención por la que se prohibía la fabricación de este mortal explosivo.
España, con una economía en galopante recesión, con una cifras de desempleo en franca escalada que se ceban de forma especial con una juventud hipotecada hasta una lejana y artificialmente prologada jubilación, con todos los sectores productivos acosados por la amenaza de expedientes de regulación arbitrarios, con la certeza de que la crisis no es un hecho coyuntural de fácil solución ni salida inmediata; puede vanagloriarse de haber protagonizado un fulgurante crecimiento en la exportación de armas, cifrado en un 77% según datos del Ministerio de Industria, alcanzando una recaudación estimativa de más de 700 millones de euros en el primer semestre del pasado año.
El sentimiento de inferioridad congénito de la sociedad española ya tiene razones para desterrar viejos fantasmas y sentirse aglutinada en una élite de países que hacen del mercadeo de muerte un elemento más de su fascinante desarrollo económico. Tan sólo superan a España los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, gendarme global de la pervivencia de una ética acorde con el respeto a los derechos humanos y la defensa de la cultura de paz, así como Alemania y Holanda. 
Un sector, en definitiva, que elude las derivas perniciosas de la crisis y que se sostiene en los siempre serviles aunque interesados banqueros para su expansión transnacional. Un claro ejemplo de ellos es el holding armamentístico español Maxam (dedicado a explosivos civiles y deportivos, así como a Defensa, aunque se esfuercen en ocultarlo), eclosionado tras la reconversión de la centenaria Unión Española de Explosivos (UEE), el cual ha basado su crecimiento exponencial en los últimos años (tras una tentativa de quiebra) en la dotación del mayor préstamo sindicado de la historia del país por parte de las entidades BBVA, Banesto y Barclays, mientras que entre sus inversores cuenta con la participación (en torno al 22%) de Vista Capital (dominada por el Banco Santander) y de Inversiones Ibersuizas (27%). La más imperiosa actualidad lo sitúa, asimismo, entre los seis grandes beneficiados de la visita a China del voluntarioso Zapatero, junto a Gamesa, Santander, Indra o el grupo Antolín.
Al parecer, la muerte también se exporta, también se vende. Nuestro producto, ese que reporta pingües beneficios a las arcas públicas de nuestro país, asesina hoy día a centenares de libios inmersos en una Guerra Civil perpetrada por la irracionalidad de su particular villano, ese mismo que ayer fue un socio de provecho para Occidente. Al mismo tiempo, el pueblo argelino está siendo golpeado en su irresoluta revolución social con el material antidisturbios provisto por  nuestro gobierno, del mismo modo que niños inocentes quedaron mutilados por las minas suministradas a Irak, o familias palestinas enteras han sido desmembradas por la cruenta represión del opresor israelí, previamente atribulado con la avanzada tecnología ‘made in Spain’.
Debemos preguntarnos dónde quedó ese esperanzador proyecto denominado Alianza de la Civilizaciones, liderado por José Luís Rodríguez Zapatero y Recep Tayik Erdogan, primer ministro de Turquía (socio también de nuestra industria, la que probablemente hizo posible la matanza indiscriminada de kurdos). En qué oscuro cajón de las ilusiones perdidas quedó olvidado en virtud de la realpolitik más hipócrita y condenable. Adónde fue la conciencia de los hombres, sabedores del cínico juego que vertebra un mundo implacable e injusto.
La ciudadanía debe conocer. Pues los muertos que siembran los caminos del mundo no son sólo el resultado de un gatillo oprimido o una orden ejecutada. Aquellos que proveen a los asesinos y dictadores de las armas indispensables para asesinar, son también responsables directos de esta matanza diaria que asuela la humanidad. Hoy tiñe nuestras manos la sangre de los ciudadanos de Misrata, mañana será la de cualquier otro infeliz que se haya interpuesto en el mecánico engranaje de un sistema vicioso de oferta y demanda que concurre en un gigantesco mercado de bebidas carbonatadas, cepillos de dientes o bombas de racimo. Este, al fin, es nuestro mundo de miserias y dobles raseros morales.

lunes, 14 de marzo de 2011

Humildes Humanos

La soberbia con la que se ha blandido la bandera del implacable desarrollo humano y la pretendida omnisciencia de su poder sobre el entorno, ha sembrado una percepción equívoca en la mentalidad de las civilizaciones más avanzadas. Ese sentimiento de invulnerabilidad, de tenaz resistencia ante los peligros que acechan más allá de las disputas entre iguales, se asienta en una fe irracional por la infalibilidad del ser humano que, a su vez, posibilita el mantenimiento de un estilo de vida que prima la posteridad, la ambición y el materialismo sobre la reflexión acerca de nuestra humilde y fútil existencia en el mundo.
Una catástrofe natural de las dimensiones del terremoto que ha asolado Japón y que se ha dejado sentir en la mayor parte de países bañados por las aguas del Océano Pacífico, nos devuelve a esa realidad hostil, inclemente y omnipotente en la que estamos insertos; una naturaleza que no puede ser domeñada, ni siquiera controlada por la fingida superioridad intelectual de una civilización enrocada en su particular torre de marfil.
La marea impetuosa llegó al primer mundo y devastó todo aquello que encontró a su paso. De poco valieron las modernas infraestructuras del país mejor equipado frente a su realidad cotidiana; los terremotos. Las imágenes de los coches naufragando por las calles de las ciudades sumergidas, de casas enteras siendo arrastradas por la fuerza indómita de la corriente, de los rascacielos cimbreándose temerariamente sobre sus cimientos; muestran la paradoja de una catástrofe brutal, incontenible e ingobernable que ha golpeado a la segunda (desde hace algunos meses tercera) potencia económica mundial y emporio tecnológico por excelencia.
Hace algunos años, el mundo quedó sobrecogido con el tsunami que desoló buena parte del sureste asiático, sin embargo, la sensación suscitada entre la población de occidente era la de que esa desgracia no podía ocurrir aquí, en nuestras prósperas urbes de cemento y alquitrán. Ni siquiera podía ser concebido el hecho de que ciudades enteras desaparecieran de la faz, que cientos de miles de personas feneciesen en el más absoluto silencio absorbidas por el mar, que la ‘normalidad’ de nuestras vidas se viese interrumpida por un desastre imprevisible. Resguardados en nuestra vana sensación de seguridad, contemplamos el dolor ajeno desde la cúspide de una atalaya con los cimientos demasiado débiles para tolerar las embestidas de una naturaleza a la que se debe respetar como verdadera regente de nuestros destinos.
Produce pavor el cataclismo que Japón está padeciendo, más aún cuando la amenaza nuclear permanece viva y ajena a la supuesta infalibilidad de sus sistemas de seguridad (el debate sobre la energía atómica cobra ahora mayor fuerza). Y es que el ser humano no tiene la potestad de ratificar nada bajo una certeza irrebatible. Tan sólo la muerte. La vida, la subsistencia como especie, será más plena cuanto menos soberbia. Si aceptamos el carácter insignificante de nuestro andar terrenal, los embates de la naturaleza serán menos cruentos en cuanto estemos preparados ante su arbitraria disposición.
Mientras tanto, sólo queda compartir el pesar con ese territorio devastado que es Japón. 

sábado, 5 de marzo de 2011

El Carnaval de Cádiz y la revolución cantada


El carnaval, esa fiesta grotesca de falsas apariencias y estética valleinclanesca, siempre ha atesorado un fuerte componente de crítica contra el poder y sus detentores. Bajo la fingida intrascendencia de personajes ataviados con ropajes estrambóticos de diversa índole, esta milenaria tradición vinculada al catolicismo puede interpretarse como un necesario interludio de libertad enmarcado en un ambiente opresivo donde se dan cita las lenguas más afiladas y mordaces del pueblo. Una tribuna tolerable circunscrita a un corto periodo de tiempo, de manera que sus proclamas no sacudan los propios cimientos del sistema.
En el caso del carnaval gaditano, esta fuerte carga juiciosa es ya un reclamo para turistas y aficionados, un hecho que los políticos aprovechan para cosechar beneficios secundarios a pesar de las consabidas reprimendas públicas. Sería un giro demoledor al tradicional curso de la fiesta que las elogiables ideas lanzadas por las distintas agrupaciones calasen de forma determinante en el ánimo de los espectadores y no quedasen como meras críticas vacías y prontamente olvidadas.
En la recientemente clausurada edición del Carnaval 2011, hemos tenido la oportunidad de gozar con una serie de comparsas que han hecho de su compromiso social la bandera bajo la que abrigarse para conquistar al respetable. Entre ellas, una genialidad surgida de la pluma del experimentado autor Jesús Bienvenido y autodenominada como Los Currelantes, un sutil híbrido de obreros, pintores y trabajadores de distinto signo devenidos en artistas deambulantes de circo en busca del trabajo que les roban y los sueños que les prometen.
Escenificada la idea original de forma brillante, la comparsa de Bienvenido se presentaba como el “circo currelante independiente sin jefe ni santo patrón”, exhortando a la unión de una clase obrera dividida por los gobernantes para llevar a cabo la revolución de los desheredados, insuflar ánimos a un colectivo “aburguesado por la televisión que los anestesia” que tan sólo “sale a la calle cuando España gana un Mundial”. Rememoraban en el segundo pasodoble de las semifinales al legendario líder de la lucha sindical, Marcelino Camacho, recientemente fallecido, para reflexionar acerca de dónde había ido a parar el movimiento, con unos sindicatos serviles a un gobierno socialista traidor que había originado más de cuatro millones de parados, con una grave incidencia en la propia Cádiz.
Eso precisamente es lo que deberíamos preguntarnos todos nosotros. Dónde desembocó ese espíritu irredento de los que lucharon por la democracia; dónde quedaron las revueltas de los estudiantes, “mentalistas de circo sin futuro”,  dónde los malabaristas que jugaban con las pelotas de goma de esa Policía cruel e inconsciente; dónde la valentía de nuestras amas de casa, “ilusionistas que sacan el pan de sus chisteras”, adónde fue el arrojo de los obreros, “equilibristas del andamio”. Este circo de payasos que es nuestra sociedad ha plegado su carpa. Ahora, las actuaciones son en privado; las penas se lloran en solitario; el hambre, una vergüenza íntima.
Los Currelantes se han alzado con el segundo premio del concurso, por detrás de esa poderosa y arriesgada actuación de los transexuales de Los Juana la Loca, y por delante de los locos de Martín Burton; sin embargo, ese poso de crítica, esa incitación sin concesiones a la movilización, merece ser tan sólo el preludio de un cambio de mentalidad, una llamada vital y desesperada a una revolución cantada. 

lunes, 28 de febrero de 2011

Gadafi nos echa el freno


 Los efectos de ese incierto e inextricable fenómeno que es la globalización nos arroja en algunas ocasiones hechos rayanos en lo grotesco. Las relaciones establecidas entre los centros de poder internacionales y las innumerables estructuras económicas que los vertebran, determinan aspectos que a priori deberían ser regidos por los pertinentes gobiernos nacionales y que, sin embargo, se escapan de su radio de influencia. Sólo así puede llegar a entenderse que una ola de revoluciones en los países árabes del norte de África haya propiciado la disposición del gobierno español a restringir la velocidad máxima en autovías y autopistas a 110 km/h bajo la premisa del ahorro energético.
Tras la exitosa y fulminante defenestración de los dictadores (atributo expresado ahora de forma generalizada, una vez depuestos) de Túnez y Egipto, le ha llegado el turno al estrambótico presidente de Libia, Muammar el Gadafi, quien ha perpetuado su prevalencia en el poder a lo largo de cuatro décadas y cuyos evidentes trastornos de la personalidad ha sumido a su pueblo en una ira latente desatada de forma espontánea en las últimas semanas. No obstante, la intransigencia del dictador es mayúscula en cuanto no ha eludido utilizar las fuerzas mercenarias bajo su poder para reprimir las manifestaciones de sus ciudadanos y asirse de este modo al trono con incongruente temeridad.
El desasosiego de la comunidad internacional es justificado. Si por un lado la mala conciencia de las potencias democráticas por haber sostenido durante décadas a un personaje burlesco, irrisorio y profundamente peligroso para su país a cambio de beneficios económicos y de una supuesta contención de los movimientos islámicos radicales del Magreb, ha desencadenado toda una serie de reprimendas vacuas sin aplicación práctica directa; por otro la necesidad de intervención se hace cada día más imperiosa, no por la violación sistemática de los derechos humanos que está teniendo lugar en las ciudades controladas por los mercenarios de Gadafi, sino por el más que posible inicio de una guerra civil que ponga en jaque los intereses geoestratégicos puestos en Libia por estos países. 
Uno de esos intereses constatables es el suministro de carburante y gas a diferentes países europeos. España no es una excepción y el temor al desabastecimiento de crudo ha originado la toma de una peculiar reglamentación por parte del ejecutivo socialista que consiste en rebajar la velocidad máxima en autovías y autopista a 110 hm/h con el objeto de ahorrar energía. El precio del barril de petróleo continúa en franco ascenso y la situación comienza a asemejarse peligrosamente con la crisis de 1973. De hecho, Rodríguez Zapatero se encuentra actualmente de gira por algunos países árabes exportadores de petróleo, incluyendo el emirato de Catar con el que ha firmado un acuerdo por el que la monarquía absoluta de Jalifa Al Thani invertirá en torno a 3000 millones de euros en España.
Todo ello arroja nociones pertinentes de un breve análisis que podríamos resumir con la máxima de que todo está interconectado. Si una serie de revueltas en algunos países del continente africano puede condicionar una práctica  como la normativa de conducción de los ciudadanos españoles (a partir del próximo 7 de marzo) cabría reflexionar en torno al modelo de desarrollo social y económico de un capitalismo tan voraz como ineficaz. Si a la revolución iniciada ahora en Libia se une un hipotético movimiento de protesta en Irán, principal canal de suministro de España y otros países europeos, nos enfrentaríamos a la paralización absoluta de la actividad productiva de buena parte de Occidente, ilustrando la fragilidad de un sistema condenado al colapso.
La civilización occidental se enfrenta, pues, a una dicotomía de la que depende su propia existencia; continuar sustentando dictaduras y regímenes autoritarios como base de un modelo de desarrollo parasitario e inmoral, o apostar, por el contrario, por un crecimiento real y responsable acorde con las riquezas naturales de cada país que erradique la incertidumbre ante una crisis que se nos antoja endémica.

martes, 22 de febrero de 2011

Lo que vino tras aquel 23 de Febrero...

Aquel 23 de Febrero de 1981 la sociedad española sintió cómo los atávicos fantasmas de los tiempos oscuros, aún latentes en el imaginario popular, renacían desde la imposición del silencio que había representado el periodo de transición a la democracia. Los disparos al aire de ese anacrónico personaje de bigote negro y tricornio penetraron como aciagas reminiscencias en el espíritu de todos los españoles, temerosos de que el pasado, en todos los sentidos, volviese a apoderarse de un futuro hipotecado por décadas de inmovilismo y represión.
Ahora se cumplen 30 años desde aquel trascendental día para la historia de este país, en medio de un festivo mercado de recapitulaciones, adaptaciones cinematográficas, sesudas reflexiones  y análisis de diversa índole inherentes a toda efeméride que se precie para ensalzar una idea ampliamente compartida; España apostó por la democracía de forma irrevocable, con un espíritu cívico larvado durante años de sometimiento y sustentado por la valentía de los que nunca claudicaron en su lucha por la libertad, aquellos que fueron olvidados injustamente por las crónicas aduladoras de nuestro tiempo en favor del hipotético papel omnisciente de personajes de mayor lustre e influencia.
Fueron muchos los que murieron en la clandestinidad, héroes anónimos con ideales irredentos que sirvieron de avanzadilla para miles de demócratas postreros que enarbolaron su bandera cuando antes habían permanecido en el más absoluto silencio. El 23-F significó el triunfo de la democracia, pero también supuso la erradicación de una forma de hacer política basada en la defensa de una doctrina, el mantenimiento de un discurso coherente, la confrontación de ideas, el debate, en fin, que da carta de naturaleza a todo régimen parlamentario. Los partidos políticos pasaron a constituirse como plataformas de promoción de sus líderes todopoderosos. Ya no había programas, ni discusiones internas, tan solo un indisimulado culto a la figura, a los nombres. Es el caso paradigmático de Felipe González, quien vino a auxiliar a España, pero desde el personalismo más férreo apoyado por una organización centenaria de la que ya sólo quedaba su nombre, el Partido Socialista Obrero Español.
Estas dinámicas de estandarización política, lejos de mitigarse  con el paso de los años, han tendido a arreciar en intensidad a medida que los diferentes gobiernos se han sucedido en el poder. Hoy la percepción general sobre la política es la de estar asistiendo a un vacuo espectáculo de marionetas, figuras de escaso relieve que aglutinan en sí mismas la plétora de valores que el sistema se empecina en inculcar a la ciudadanía; la apatía, el desapego de las cuestiones públicas, la indiferencia intelectual, el consumismo y el individualismo, entre otros.
La dicotomía que se presenta a la población ante la cercanía de unas nuevas elecciones es fácil de dilucidar cuando la decisión del votante se limita a optar entre los dos rostros de una misma moneda,  ambos incapaces de afrontar los problemas que acucian a sus votantes pero con el un mismo punto en común; su perseverancia por alcanzar la cúspide para vivir de ella.
Ante estas circunstancias, hemos de reflexionar en torno a la pervivencia de ese espíritu que inspiró la respuesta unánime del pueblo español en favor de la democracia cuando aquellos grotescos personajes pretendieron dinamitar nuestro futuro como país en aquel lejano 23 de Febrero de 1981. Mañana se cumplen 30 años y la libertad que supuso el sueño de toda una generación de españoles se ha desquiciado hasta conformar una masa de ciudadanos inertes a expensas de los intereses del poder. Esta, al fin, es la democracia que defendimos con represión y muerte durante décadas. Aquí termina la utopía, o quizás empieza; todo depende de nosotros.

lunes, 14 de febrero de 2011

Cuando Internet es la salvación

A pesar de las sentencias agoreras de muchos escépticos, Internet es hoy día el tejido de experiencias de nuestra sociedad y la vía a través de la que canalizar buena parte del sentir humano, incluido el afán de protesta. La actualidad informativa ya no pasa por los dictados, generalmente interesados, de los medios de comunicación institucionalizados, sino que eclosiona con una incidencia global e inmediata en la red de nodos interrelacionados que compone Internet.
Sin esta herramienta transversal y de oportunidades aún por desvelar, un fenómeno político internacional como el desatado por la filtración de documentos secretos de la embajada estadounidense por parte de Wikileaks, hubiese permanecido en el terreno de lo anecdótico o en círculos minoritarios del saber social. Nos enfrentamos a un nuevo modo de ejercer el poder y de oponerse a este, tal y como han demostrado las revoluciones democráticas escenificadas en Túnez y Egipto. Ese elemento vertebrador de la discrepancia y la resistencia militante ha sido provisto por un aglutinador de voluntades que halla su razón de ser en un nuevo mundo, el virtual. Miles de personas comparten las razones de su disgusto, hasta ahora subyacentes, en una suerte de nueva ágora clásica en la que debatir, suscitar el diálogo, arrojar luz a asuntos intencionadamente obscuros; conjurarse, de alguna forma, en un movimiento de clamor unánime que arrumbe con las cadenas que oprimen a los que no tenían voz. 
Internet dota al ciudadano de esa voz que, vinculada con el resto, elevan la protesta a los niveles de revolución. Los hechos acaecidos en Egipto no pueden entenderse sin la frenética actividad llevada a cabo en redes sociales como Facebook, al erigirse esta como un canal de comunicación público y libre de injerencias gubernamentales a través del que insuflar el ánimo requerido para llevar las críticas a sus últimas consecuencias. De hecho, las primeras medidas adoptadas por un régimen político temeroso de su propio pueblo fueron encaminadas a cerrar el acceso a Internet a la población y así intentar poner coto a un movimiento que, lejos de disolverse, arreciaría con mayor ímpetu. 
Con demostraciones como esta, no nos resulta extraño el empecinamiento de buena parte de los gobiernos democráticos por legislar con carácter represivo la libertad en la red. Libertad para comunicarse y compartir información, contenidos y Cultura en una expresión de sentimiento comunitario como nunca antes lo habíamos vivido. El domingo a las puertas del Teatro Real en Madrid, cientos de usuarios-ciudadanos se manifestaron por esa libertad que les niega un ministerio con el absurdo sobrenombre de cultura, el cual, cegado por las presiones foráneas, es incapaz de vislumbrar en Internet el verdadero presente en el que estamos insertos. Tal y como aseveraba el hasta hoy Presidente de la Academia de Cine, Alex de la Iglesia, en un discurso rotundo y a su vez conciliador en la gala de los Goya, “Internet es la salvación” de una industria condenada a su propia mutilación si persiste en su campaña de hostigamiento contra el público por el que su existencia cobra sentido. 
Los usuarios, al fin, no dejan de ser ciudadanos que merecen un respeto y voz en un debate necesario para el mundo del cine. Los poderosos deben asumir que las reglas del juego han mutado con una rapidez imprevista. Ya no valen las habituales tácticas de represión o la manipulación consciente de las masas. La sociedad se ha unido al calor del mundo virtual y nada parece amenazar su determinación. Quizás debamos suscribir las palabras de De la Iglesia, quizás Internet sea nuestra salvación.

jueves, 3 de febrero de 2011

Mubarak y las tácticas del miedo

 Cuando los pueblos toman conciencia de las injusticias a las que se ven abocados y blanden amenazantes su descontento en manifestaciones públicas, los gobiernos, el poder, únicamente cuenta con dos vías para eludir la crisis;  capitular ante la presión de la ciudadanía y, de este modo, ser coherentes con la función de representatividad que los legitiman; o bien asirse con férrea ignorancia al trono e intentar disuadir a la plebe con las tradicionales tácticas de represión y terror. El régimen de Hosni Mubarak parece haber optado incongruentemente por la segunda opción, desoyendo así el clamor de su pueblo y las recomendaciones de la comunidad internacional para una transición política pacífica. Y es que los dictadores siempre se inclinan por la sangre y la inútil épica de su misión mesiánica en el mundo.
Egipto se enfrenta, de este modo, a un pulso de inciertas consecuencias por su emancipación de un poder autoritario y anquilosado en la cúspide desde hace décadas, convenientemente sustentado, por otro lado, por las naciones democráticas occidentales, con Estados Unidos a la cabeza. Sólo así se entiende que el líder progresista Barack Obama advierta sosegadamente a su homólogo de la pertinencia del cambio, al tiempo que vela por la estabilidad de un aliado privilegiado en su política exterior al que dota de más de 2000 millones de dólares anuales a cambio de un poco disimulado servilismo en diferentes ámbitos. Obama, al igual que el resto de líderes internacionales que han respondido con enervante tibieza a la demostración de tozuda intransigencia de Mubarak, no proclaman la necesidad de un cambio real sino de una transición controlada con modificaciones cosméticas en su apariencia democrática que perpetúe el papel de vasallo de Egipto en la zona. De poco importa que regente el reino Mubarak u Omar Suleimán (el favorito de Israel y Estados Unidos), lo verdaderamente significativo es que la revolución no se instale en el país y sus principios se difundan por el resto de dictaduras árabes.
Mientras tanto, Mubarak aguanta gracias al ejercicio de la "táctica del miedo", tal y como la denomina el opositor y Nobel de la Paz Mohamed El Baradei. Esta consiste el uso sistemático de la violencia para amedrentar al pueblo a través de los aparatos represivo de cualquier Estado; la Policía. Una vez percatados de la pasividad del ejército, que mantiene su elogiable disposición a no agredir a sus ciudadanos, el gobierno ha decidido infiltrar en las calle a todos los agentes secretos en plantilla y demás parásitos del sistema bajo la apariencia de un sector de la sociedad proclive a Mubarak, y así evitar la presión internacional. No obstante, la prensa radicada en el campo de batalla que es hoy día El Cairo está denunciando reiteradamente que este supuesto movimiento de oposición al cambio está compuesto íntegramente por policías, entre cuyas acciones primordiales está la de agredir a los propios periodistas y sembrar el caos en la ciudad, cumpliendo así las consustanciales funciones de todo cuerpo de fuerzas del orden; defender al poder y reprimir a la población.
Las derivas de esta admirable revuelta egipcia, que sigue la estela emprendida por los tunecinos y que ha animado a otros países árabes como Yemén o Argelia, son difíciles de presagiar. Sin embargo, el mero hecho de desarrollar ese necesario germen de disensión en el seno de la ciudadanía contra un régimen injusto hace que brote cierta esperanza en aquellos que ansían un cambio. Desde aquí, desde este solaz de banalidad e inconsciencia que es hoy día Europa, sólo podemos sentir una envidia sana de los egipcios así como unos deseos irrefrenables de que el virus se contagie hasta llegar a las sociedades occidentales, pasivas ante el expolio que están sufriendo por parte del sistema capitalista y sus serviles súbditos; los políticos.

lunes, 31 de enero de 2011

La larga vida


La ardua y prolongada conquista de los derechos sociales desarrollada en siglos precedentes parece haber encontrado su particular límite infranqueable en el perpetuo ‘reajuste’ de un sistema alimentado por la avaricia y la especulación. A partir de este momento, cuando los flujos de capital se retraen ante la desconfianza de los mercados y la economía globalizada se estremece por la posibilidad de nuevas quiebras, los gobiernos nacionales, ahora sí, recobran la potestad de regir a sus propios ciudadanos y el tan elogiado neoliberalismo rampante se difumina en virtud del denostado poder público.
En este contexto y siguiendo las demandas del Sistema, se aplican nuevas políticas fiscales para incrementar el volumen de las maltrechas arcas, se erradican ayudas sociales para favorecer el ahorro y se reforman derechos plenamente establecidos y garantes del estado de bienestar. El resultado, como no podría ser de otra forma,  es el ataque frontal al ciudadano de a pie como último eslabón de una suerte de cadena trófica donde la implacable ferocidad de múltiples y obscuros actores internacionales despojan a las sociedades de su independencia y sustento en connivencia con una clase política servil y maniatada.
La última de estas fatalidades, una más en una larga serie que arrumba con cualquier resquicio de confianza en la labor del gobierno español, se corresponde con el acuerdo para la reforma de las pensiones por el que se retrasa la edad de jubilación hasta los 67 años y se elevan los años de cotización a los 38 y medio. En una fingida pose de cordialidad y consenso, el ejecutivo y los sindicatos mayoritarios (CCOO y UGT) han ratificado lo que califican como un “pacto histórico” que, por otro lado, atenta contra un derecho social insobornable para la ciudadanía e hipoteca el futuro de generaciones venideras de españoles.
De este modo, los problemas para entrar en un mercado laboral anquilosado y carente de dinamismo serán a partir de ahora más acuciantes para los jóvenes que deberán comenzar a cotizar a los 26 años si desean disfrutar de una jubilación plena. El cómo hacerlo, sorteando las exigencias de una formación superior infinita y un estado de crisis endémico, es harina de otro costal. Así pues, las tan cacareadas bondades de este sistema que nos anima a trabajar a cambio de un sueldo irrisorio que despilfarrar en un consumismo galopante, adquieren ya tintes cercanos a la burla ante la perspectiva de una larga vida de competitividad laboral para seguir manteniendo una estructura de poder tan absurda como imprecisa.
La sensación suscitada por esta nueva capitulación del gobierno es de traición. Una traición larvada en las promesas de una vida larga repleta de comodidades y esparcimiento como recompensa al trabajo de décadas, que deviene ahora en lo que podría ilustrarse con el mito griego de Sísifo, el hombre condenado a arrastrar una piedra cada día de su vida sin llegar a ver el fin. El futuro se presenta oscuro y nadie parece inmutarse ante ello. Los medios de comunicación alaban al unísono, independientemente de su color político, el pacto social y las concesiones logradas por unos sindicatos vasallos de su matriz política; los líderes de opinión callan o eluden los asuntos más espinosos; la opinión pública permanece en una inmovilidad insostenible…
Mientras tanto, los países árabes, aquellos sobre los que nos sentimos moralmente superiores,  nos dan una lección de democracia sin concesiones rebelándose ante el autoritarismo de sus gobiernos. Cabría reflexionar acerca de dónde hallar el germen de tanta indiferencia y pasividad. Nuestra larga vida está en juego.