lunes, 14 de marzo de 2011

Humildes Humanos

La soberbia con la que se ha blandido la bandera del implacable desarrollo humano y la pretendida omnisciencia de su poder sobre el entorno, ha sembrado una percepción equívoca en la mentalidad de las civilizaciones más avanzadas. Ese sentimiento de invulnerabilidad, de tenaz resistencia ante los peligros que acechan más allá de las disputas entre iguales, se asienta en una fe irracional por la infalibilidad del ser humano que, a su vez, posibilita el mantenimiento de un estilo de vida que prima la posteridad, la ambición y el materialismo sobre la reflexión acerca de nuestra humilde y fútil existencia en el mundo.
Una catástrofe natural de las dimensiones del terremoto que ha asolado Japón y que se ha dejado sentir en la mayor parte de países bañados por las aguas del Océano Pacífico, nos devuelve a esa realidad hostil, inclemente y omnipotente en la que estamos insertos; una naturaleza que no puede ser domeñada, ni siquiera controlada por la fingida superioridad intelectual de una civilización enrocada en su particular torre de marfil.
La marea impetuosa llegó al primer mundo y devastó todo aquello que encontró a su paso. De poco valieron las modernas infraestructuras del país mejor equipado frente a su realidad cotidiana; los terremotos. Las imágenes de los coches naufragando por las calles de las ciudades sumergidas, de casas enteras siendo arrastradas por la fuerza indómita de la corriente, de los rascacielos cimbreándose temerariamente sobre sus cimientos; muestran la paradoja de una catástrofe brutal, incontenible e ingobernable que ha golpeado a la segunda (desde hace algunos meses tercera) potencia económica mundial y emporio tecnológico por excelencia.
Hace algunos años, el mundo quedó sobrecogido con el tsunami que desoló buena parte del sureste asiático, sin embargo, la sensación suscitada entre la población de occidente era la de que esa desgracia no podía ocurrir aquí, en nuestras prósperas urbes de cemento y alquitrán. Ni siquiera podía ser concebido el hecho de que ciudades enteras desaparecieran de la faz, que cientos de miles de personas feneciesen en el más absoluto silencio absorbidas por el mar, que la ‘normalidad’ de nuestras vidas se viese interrumpida por un desastre imprevisible. Resguardados en nuestra vana sensación de seguridad, contemplamos el dolor ajeno desde la cúspide de una atalaya con los cimientos demasiado débiles para tolerar las embestidas de una naturaleza a la que se debe respetar como verdadera regente de nuestros destinos.
Produce pavor el cataclismo que Japón está padeciendo, más aún cuando la amenaza nuclear permanece viva y ajena a la supuesta infalibilidad de sus sistemas de seguridad (el debate sobre la energía atómica cobra ahora mayor fuerza). Y es que el ser humano no tiene la potestad de ratificar nada bajo una certeza irrebatible. Tan sólo la muerte. La vida, la subsistencia como especie, será más plena cuanto menos soberbia. Si aceptamos el carácter insignificante de nuestro andar terrenal, los embates de la naturaleza serán menos cruentos en cuanto estemos preparados ante su arbitraria disposición.
Mientras tanto, sólo queda compartir el pesar con ese territorio devastado que es Japón. 

sábado, 5 de marzo de 2011

El Carnaval de Cádiz y la revolución cantada


El carnaval, esa fiesta grotesca de falsas apariencias y estética valleinclanesca, siempre ha atesorado un fuerte componente de crítica contra el poder y sus detentores. Bajo la fingida intrascendencia de personajes ataviados con ropajes estrambóticos de diversa índole, esta milenaria tradición vinculada al catolicismo puede interpretarse como un necesario interludio de libertad enmarcado en un ambiente opresivo donde se dan cita las lenguas más afiladas y mordaces del pueblo. Una tribuna tolerable circunscrita a un corto periodo de tiempo, de manera que sus proclamas no sacudan los propios cimientos del sistema.
En el caso del carnaval gaditano, esta fuerte carga juiciosa es ya un reclamo para turistas y aficionados, un hecho que los políticos aprovechan para cosechar beneficios secundarios a pesar de las consabidas reprimendas públicas. Sería un giro demoledor al tradicional curso de la fiesta que las elogiables ideas lanzadas por las distintas agrupaciones calasen de forma determinante en el ánimo de los espectadores y no quedasen como meras críticas vacías y prontamente olvidadas.
En la recientemente clausurada edición del Carnaval 2011, hemos tenido la oportunidad de gozar con una serie de comparsas que han hecho de su compromiso social la bandera bajo la que abrigarse para conquistar al respetable. Entre ellas, una genialidad surgida de la pluma del experimentado autor Jesús Bienvenido y autodenominada como Los Currelantes, un sutil híbrido de obreros, pintores y trabajadores de distinto signo devenidos en artistas deambulantes de circo en busca del trabajo que les roban y los sueños que les prometen.
Escenificada la idea original de forma brillante, la comparsa de Bienvenido se presentaba como el “circo currelante independiente sin jefe ni santo patrón”, exhortando a la unión de una clase obrera dividida por los gobernantes para llevar a cabo la revolución de los desheredados, insuflar ánimos a un colectivo “aburguesado por la televisión que los anestesia” que tan sólo “sale a la calle cuando España gana un Mundial”. Rememoraban en el segundo pasodoble de las semifinales al legendario líder de la lucha sindical, Marcelino Camacho, recientemente fallecido, para reflexionar acerca de dónde había ido a parar el movimiento, con unos sindicatos serviles a un gobierno socialista traidor que había originado más de cuatro millones de parados, con una grave incidencia en la propia Cádiz.
Eso precisamente es lo que deberíamos preguntarnos todos nosotros. Dónde desembocó ese espíritu irredento de los que lucharon por la democracia; dónde quedaron las revueltas de los estudiantes, “mentalistas de circo sin futuro”,  dónde los malabaristas que jugaban con las pelotas de goma de esa Policía cruel e inconsciente; dónde la valentía de nuestras amas de casa, “ilusionistas que sacan el pan de sus chisteras”, adónde fue el arrojo de los obreros, “equilibristas del andamio”. Este circo de payasos que es nuestra sociedad ha plegado su carpa. Ahora, las actuaciones son en privado; las penas se lloran en solitario; el hambre, una vergüenza íntima.
Los Currelantes se han alzado con el segundo premio del concurso, por detrás de esa poderosa y arriesgada actuación de los transexuales de Los Juana la Loca, y por delante de los locos de Martín Burton; sin embargo, ese poso de crítica, esa incitación sin concesiones a la movilización, merece ser tan sólo el preludio de un cambio de mentalidad, una llamada vital y desesperada a una revolución cantada.