martes, 31 de julio de 2012

Las paradojas de la guerra civil siria


La cobertura mediática llevada a cabo por los medios de comunicación occidentales (o quizás deberíamos decir universales) en torno a la invasión ilegal de Estados Unidos sobre Irak, utilizando erróneamente argumentos como el de la existencia de armas de destrucción masiva en los arsenales ficticios de Saddam Hussein, supone hoy día un manual imprescindible de la propaganda informativa de los grandes estructuras de comunicación para legitimar acciones bélicas injustificadas emprendidas por conglomerados político-capitalistas autodesignados como paladines de la libertad y la democracia.
     Ante tamaño despropósito periodístico, algunos medios de referencia como The New York Times llegaron a pedir disculpas a sus lectores por las mentiras sistemáticas que habían estado vertiendo durante meses en sus páginas. Sin embargo, ya era tarde. En nombre de una suerte de misión humanitaria para rescatar al pueblo iraquí del yugo de la dictadura y de paso prevenir el sufrimiento del resto del mundo ante las malévolas intenciones de Saddam, los medios de comunicación internacionales se incrustaron en el aparato ideológico del sistema militar estadounidense y suscitaron una opinión pública proclive a una guerra que ha sumido a en la más absoluta ruina a todo un país, el cual carece de cualquier tipo de esperanza en el futuro.
       Los más ingenuos llegaron a creer que esta desmesurada y consciente manipulación informativa no se volvería a repetir, que debería marcar un precedente del cual aprender para eludir futuras falsificaciones de los hechos. Nada más alejado de la realidad. Los medios de comunicación occidentales funcionan como un bloque homogéneo concebido para difundir una única e inequívoca versión de la realidad que se adecue a los intereses del sistema del que forma parte.
        La guerra civil desatada en Siria desde hace ya más de un año supone el ejemplo más actual de esta tendencia. Vendida como una prolongación natural de la primavera árabe, la radicalización del bando opositor a Bashar el Asad ha sido caricaturizada por los medios como un desarrollo justificado del descontento de la ciudadanía ante la inclemencia del dictador alawita. Es decir, desde la perspectiva occidental, se ha legitimado la sublevación de parte de la población siria contra un régimen autoritario aunque legalmente establecido al considerar que esta ha obedecido a un impulso legítimo de ansias de libertad y democracia.
         No obstante, y aunque esta visión maniquea de los hechos pueden significar para muchos una teoría suficiente incluso para considerar urgente una intervención militar exterior al estilo de la exitosa campaña en Libia, conviene ahondar en el contexto en el que se produce esta súbita y cruenta guerra civil. Aunque para el ciudadano medio contaminado por el entorno comunicativo los rebeldes sirios (en otros contextos más cercanos serían catalogados como terroristas) sean identificados con ciudadanos indignados ante el anquilosamiento de la cúpula de poder, lo cierto es que se trata más bien de un ejercito pertrechado por las monarquías dictatoriales del Golfo Pérsico y la complacencia de EEUU e Israel, cuyos principios se hallan cuanto menos alejados de los valores democráticos que Occidente parece atribuirles de forma cínica e interesada sirviéndose del servilismo insultante de la ONU y su secretario general.
        Sorprende la facilidad con la que los corresponsales  de diferentes medios internacionales se han incrustado en las filas del ejército rebelde, donde retratan a sus miembros con una poca disimulada admiración por la abnegada lucha que mantienen contra el gobierno, como si se tratasen de mártires islámicos de la corriente suní –wahabita financiados en parte por grupos terroristas como Al Qaeda. Quizás es que son realmente eso, mercenarios al servicio de Arabia Saudí, Qatar y el resto de regímenes teocráticos sostenidos por las democracias occidentales, enviados a Siria para despejar el terreno ante una eventual guerra contra Irán. No es casualidad, de hecho, que la nación de Bashar al Asad sea el único aliado en la zona del régimen de los ayatolás y un importante enclave geoestratégico para hostigar al estado de Israel.
        Para sintetizar una situación extremadamente compleja, podríamos concluir que los medios de comunicación occidentales están desempeñando una inestimable labor propagandística al sembrar un estado de opinión pública favorable a un golpe de estado violento y progresivo en Siria dirigido en la sombra por Estados Unidos y sus aliados árabes con el objetivo de desarticular definitivamente el entramado defensivo de Irán y la corriente islámica que representa, el chiismo. Entre las grandes paradojas que hallamos en este escenario, destaca sobre el resto que Occidente está apoyando la constitución de un ejército islamista radical en Siria que sirve como polo de atracción a todos los terroristas (utilizando la nomenclatura habitual) de la región para destronar al último tirano en perder la complicidad de los abanderados de la democracia internacional.
         Pues eso, vamos a la guerra. Después llegarán las disculpas.

domingo, 15 de julio de 2012

Rabia y Desesperanza


Rabia y desesperanza. Los sentimientos se entretejen en un vórtice emocional imposible de calibrar. Una vaga sensación de irrealidad inunda la atmósfera viciada de un país entregado al despropósito, al cinismo más recalcitrante. Qué esperar cuando todo parece perdido, cuando al fin te percatas de que la conjura de los necios que hoy padecemos no es fruto de las barbaridades de un determinado signo político, sino que pertenece a la historia, a la historia de una humanidad sometida a los designios de la minoría, a la dictadura de la ignorancia.
Más allá de romanticismos de clase, pocas cosas han cambiado con el devenir de los siglos. Al menos en las esferas del poder. La falacia esencial de las clases medias no ha sido otra cosa que las migajas ofrecidas al pueblo para sustentar un sistema económico basado en el consumo. Este sustituye a los trabajos forzados de los esclavos o a la asfixia productiva de las masas de campesinos, sin embargo, la base de la pirámide continúa sosteniendo los privilegios de la cúspide.
La Revolución Francesa desterró la percepción de la estructura estamental de la sociedad, cuando en realidad únicamente se había producido un transvase de dirigentes, de nobles endogámicos y arruinados a rutilantes burgueses versados en la oratoria. La Corona devino en un vestigio cosmético (salvo algunas excepciones) que imprimía majestuosidad al cuadro. Hasta que Marx rescató el discurso de la lucha de clases y los oprimidos advirtieron el engaño mayúsculo al que había sido sometidos. Entonces el mundo se resquebrajó en dos polos opuestos regentados por tiranos de diversa índole y estilo cuyo final indefectible acontecería con la caída del muro de Berlín y la defenestración de la URSS.
Una vez más, la sociedad negó la categorización de sus estratos al calor del sistema imperante, el capitalismo. Incluso surgió la idea de las masas (y su rebelión), cuya uniformidad y carácter alienante facilitaba las tareas del mercado y de la propaganda. Sin embargo, el concepto fue mal entendido. Este no significaba que toda la sociedad en su conjunto tuviese igualdad de oportunidades para triunfar y prosperar, aunque la maquinaría cultural del poder se encargase de inculcar esa vana esperanza en los ánimos de los voluntariosos ciudadanos. Lo cierto es que la masa contemporánea no era más que una refinada imitación del pueblo llano de épocas pretéritas, eso sí, atribulada con un sinfín de derechos ineficaces.
A la masa o a la ciudadanía, como se prefiera denominar, se la podía inducir al consumo compulsivo o a defender los valores de una patria ficticia en guerras sangrientas e injustas  de forma invariable y sin demasiada dificultad. Tal era la sutilidad del engaño que hasta un concepto tan artificial como el de la felicidad se instaló en el imaginario colectivo a modo de guía hacia una serie de ‘conquistas’ personales íntimamente relacionadas con la capacidad de compra; el coche, la casa, el televisor, la autorrealización… Todo ello vertebrado por un individualismo rampante y competitivo que concibe la solidaridad como una debilidad (o un mero hecho de caridad).
Sin embargo, por encima de ese supuesto nivel de vida, de esa falsa soberanía popular, de esa surrealista igualdad de oportunidades, se ha hallado siempre el Poder, la minoría regente.  Si observamos el caso español, no nos resultaría complejo trazar un denso árbol genealógico de familias influyentes que se han perpetuado en los ámbitos de la clase dirigente, ya sea al calor de una dictadura voraz o de los nuevos vientos democráticos. Aunque es cierto, de igual modo, que se han producido adquisiciones entre los rosales ideológicos del país, las cuales no han tardado en ser absorbidas invariablemente, la realidad nos arroja a una coyuntura que no difiere en demasía de la mantenida a lo largo de siglos de opresión y tiranía.
Cuando la época de crisis arrecia, el peso de la irresponsabilidad política y económica de las esferas de poder continúan cayendo sobre la masa, sobre el pueblo llano, el tercer estado, al igual lo hacía en la Edad Media cuando el Príncipe despilfarraba todo su oro en misiones bélicas suicidas o extravagancias inútiles. La historia continúa siendo unidireccional. Y el desprecio de los líderes hacia la plebe una constante natural.
Así pues, cómo mantener la esperanza en el cambio, en revertir una dinámica que ha permanecido inalterada en el transcurso de la humanidad, a pesar de la sangre derramada, de las voluntades truncadas, de los espíritus inflamados por la sed de justicia. Una vez más, deberemos soportar la miseria y la sordidez a las que nos han conducido nuestros ‘príncipes democráticos’ y el séquito de especuladores anónimos. Una vez más, seremos un pueblo sin libertades, reprimido por las fuerzas del orden establecido, sin futuro ni horizonte, entregados a los vaivenes de los mercados y de la gran farsa histriónica de aquellos que, siglos después, continúan imponiendo su fatídica hegemonía. Rabia y desesperanza.