martes, 22 de febrero de 2011

Lo que vino tras aquel 23 de Febrero...

Aquel 23 de Febrero de 1981 la sociedad española sintió cómo los atávicos fantasmas de los tiempos oscuros, aún latentes en el imaginario popular, renacían desde la imposición del silencio que había representado el periodo de transición a la democracia. Los disparos al aire de ese anacrónico personaje de bigote negro y tricornio penetraron como aciagas reminiscencias en el espíritu de todos los españoles, temerosos de que el pasado, en todos los sentidos, volviese a apoderarse de un futuro hipotecado por décadas de inmovilismo y represión.
Ahora se cumplen 30 años desde aquel trascendental día para la historia de este país, en medio de un festivo mercado de recapitulaciones, adaptaciones cinematográficas, sesudas reflexiones  y análisis de diversa índole inherentes a toda efeméride que se precie para ensalzar una idea ampliamente compartida; España apostó por la democracía de forma irrevocable, con un espíritu cívico larvado durante años de sometimiento y sustentado por la valentía de los que nunca claudicaron en su lucha por la libertad, aquellos que fueron olvidados injustamente por las crónicas aduladoras de nuestro tiempo en favor del hipotético papel omnisciente de personajes de mayor lustre e influencia.
Fueron muchos los que murieron en la clandestinidad, héroes anónimos con ideales irredentos que sirvieron de avanzadilla para miles de demócratas postreros que enarbolaron su bandera cuando antes habían permanecido en el más absoluto silencio. El 23-F significó el triunfo de la democracia, pero también supuso la erradicación de una forma de hacer política basada en la defensa de una doctrina, el mantenimiento de un discurso coherente, la confrontación de ideas, el debate, en fin, que da carta de naturaleza a todo régimen parlamentario. Los partidos políticos pasaron a constituirse como plataformas de promoción de sus líderes todopoderosos. Ya no había programas, ni discusiones internas, tan solo un indisimulado culto a la figura, a los nombres. Es el caso paradigmático de Felipe González, quien vino a auxiliar a España, pero desde el personalismo más férreo apoyado por una organización centenaria de la que ya sólo quedaba su nombre, el Partido Socialista Obrero Español.
Estas dinámicas de estandarización política, lejos de mitigarse  con el paso de los años, han tendido a arreciar en intensidad a medida que los diferentes gobiernos se han sucedido en el poder. Hoy la percepción general sobre la política es la de estar asistiendo a un vacuo espectáculo de marionetas, figuras de escaso relieve que aglutinan en sí mismas la plétora de valores que el sistema se empecina en inculcar a la ciudadanía; la apatía, el desapego de las cuestiones públicas, la indiferencia intelectual, el consumismo y el individualismo, entre otros.
La dicotomía que se presenta a la población ante la cercanía de unas nuevas elecciones es fácil de dilucidar cuando la decisión del votante se limita a optar entre los dos rostros de una misma moneda,  ambos incapaces de afrontar los problemas que acucian a sus votantes pero con el un mismo punto en común; su perseverancia por alcanzar la cúspide para vivir de ella.
Ante estas circunstancias, hemos de reflexionar en torno a la pervivencia de ese espíritu que inspiró la respuesta unánime del pueblo español en favor de la democracia cuando aquellos grotescos personajes pretendieron dinamitar nuestro futuro como país en aquel lejano 23 de Febrero de 1981. Mañana se cumplen 30 años y la libertad que supuso el sueño de toda una generación de españoles se ha desquiciado hasta conformar una masa de ciudadanos inertes a expensas de los intereses del poder. Esta, al fin, es la democracia que defendimos con represión y muerte durante décadas. Aquí termina la utopía, o quizás empieza; todo depende de nosotros.

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